(ZENIT Noticias / Washington, 08.07.2025).- Semanas después de que la fumata blanca anunciara una nueva era para la Iglesia Católica, una silenciosa tormenta continúa arremolinándose en torno a una modesta casa en las afueras de Chicago. El buzón rebosa de cartas, el teléfono suena hasta altas horas de la noche y llegan pelotas de béisbol con la esperanza de ser firmadas por el nuevo papa. Pero Robert Francis Prevost —ahora León XIV— no ascendió al papado por ambición ni por ostentación. Según quienes mejor lo conocen, su vida ha sido una lenta pero constante formación por la fe, la gente y la providencia.
En un artículo de portada titulado «La Formación del Papa«, Belinda Luscombe, de la revista Time, pinta el retrato de un hombre formado menos por las intrigas vaticanas que por la garra pastoral, la paciencia teológica y la constante presión de la humildad. Su reportaje trata tanto del camino que lo llevó al balcón papal el 8 de mayo de 2025 como del tipo de papa en el que podría convertirse.
Criado en una familia profundamente católica en el suroeste de Chicago, el joven Robert era de esos niños que construían altares con cajas de zapatos y jugaban al cura en el patio trasero. Sin embargo, también era un niño que montaba en bicicleta, atrapaba insectos y se sentía tan a gusto en el patio como en los bancos de la parroquia. Una vecina le dijo una vez: «Algún día serás papa». Décadas después, sus palabras resonarían con una claridad asombrosa.
Sus primeros años en el seminario agustino de Michigan estuvieron marcados por largas jornadas, madrugadas y un horario exigente. Quienes estudiaron con él aún recuerdan su intelecto, pero más aún su capacidad para la amabilidad y el silencio. «Nunca interrumpía. Escuchaba. Esa era su fortaleza», dice un antiguo compañero de clase, ahora párroco en Filadelfia.
La trayectoria teológica de Prevost lo llevó de Villanova a la Unión Teológica Católica y, finalmente, a la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, donde estudió derecho canónico en los primeros años del papado de Juan Pablo II. Pero no fueron las aulas lo que más lo marcó, sino los polvorientos caminos de Chulucanas, Perú, donde sirvió como joven sacerdote misionero tras las devastadoras inundaciones. Tenía tan solo 30 años.
“Reparaba lo que necesitaba reparación, ya fueran techos, corazones o el gobierno parroquial”, dijo el obispo Daniel Turley, quien fue su mentor en aquel entonces. “Aprendió la fuerza de las comunidades, la riqueza de quienes tienen poco y la alegría de construir confianza a través de las divisiones”.
Esa misión peruana dejó una huella más profunda que la de la mayoría de las carreras. Le dio a Prevost un sentido de la Iglesia no solo como institución, sino como encarnación: tangible, frágil y capaz de sanar.
Tras años de servicio como provincial y luego superior general de los Agustinos, Roma lo llamó de nuevo. Para 2001, ya lideraba su orden a nivel mundial. Finalmente, el papa Francisco lo envió de regreso a Perú, esta vez como obispo. Fue allí, en medio de la crisis de refugiados y las tensiones eclesiásticas, donde su resiliencia pastoral realmente afloró. Su camino lo llevó de «Chicago a Chiclayo», una frase ahora famosa entre quienes siguieron su ascenso.
Ese viaje finalmente lo llevó al Dicasterio para los Obispos del Vaticano, donde silenciosamente se convirtió en una de las voces más influyentes en nombramientos episcopales a nivel mundial. En 2023, fue nombrado cardenal. Dos años después, se convirtió en papa.
Pero para quienes lo conocieron, su ascenso no fue una ruptura con el pasado; fue el siguiente capítulo en una vida ya inmersa en el servicio eclesial. Su hermano John, ahora abrumado por el peso simbólico y práctico de la hermandad con un papa, observa una tendencia inesperada. «La gente sigue apareciendo en la puerta», dice. «Dicen: ‘He estado lejos de la iglesia durante mucho tiempo. ¿Pero tu hermano? Creo que estoy listo para volver'».
El legado de León XIV puede que apenas esté comenzando. Pero sus raíces no están en los pasillos del Vaticano, sino en la tranquila decisión de un muchacho común de servir, y en la extraordinaria vida que siguió.
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